Cuesta abajo y sin frenos…

así deberíamos vivir la vida,

en progresión aritmética de circunstancias a resolver de «a pocos»,

porque las oportunidades no se esperan a que los miedos desaparezcan.

Cuesta abajo y sin frenos…

multitud de horas en las que empeñarse en desempeñar cualquier cosa que nos propongamos,  ya que en el mismo momento en el que lo intentamos, en el que no nos rendimos,  hemos dado un paso gigante hacia el ¡puedo!.

Cuesta abajo y sin frenos…

en una consecución de días en los que nos rodeamos de gente que nos hacen crecer, que nos suman, que nos lo ponen fácil,

que acolchan lo complicado y desenredan el enredo.

Vivir la vida… Cuesta abajo y sin frenos… como si fuera hoy…

como si fuera viernes…

¡hasta el infinito…y más aLLá!*.

montaña rusa

 

*Cuando el guardián del espacio Buzz Lightyear soltó en la primera entrega de Toy Story (1995) su ya legendario grito de guerra: «¡Hasta el infinito y más allá!» —«To infinity and beyond!», en el inglés original— ni siquiera los habilidosos guionistas de Pixar podían imaginar que la sentencia tenía visos de convertirse en el lema de una generación que, por primera vez, asumía como propias las teorías de Umberto Eco en Apocalípticos e integrados. Una película de animación contemporánea se había convertido en un clásico en vida, la integración ya era total, Flash Gordon y Homero habitaban en el mismo plano.

La frase, que para algún espectador incauto podría parecer un simple juego de palabras, paradójicamente retrata de un plumazo una de las hazañas superlativas del último siglo y medio de la historia de la ciencia. Porque muchos años antes de que Buzz volviese de su hipersueño para aterrizar en el cuarto de Andy, hubo alguien que, efectivamente, se atrevió a viajar hasta el infinito, pasar de largo y seguir su camino hasta la siguiente escala transfinita.

En el azaroso final del siglo XIX, un alemán de origen ruso llamado Georg Cantor —San Petersburgo, 1845-Halle, 1918— se levantó un día en clase, es un decir, y tuvo las agallas y el cerebro, claro, de decirle al profesor en su mismísima cara, que Aristóteles estaba equivocado. Que hacía veinticinco siglos que la ciencia estaba equivocada. Porque él, Georg Ferdinand Ludwig Philipp Cantor, estaba en condiciones de probar que el infinito matemático no era una simple forma de hablar, ni un ente difuso y borroso que se alojaba en algún remoto lugar de la geometría del plano complejo, sino que era tan real como las matemáticas mismas y que él lo había tocado con sus propias manos.

La manera que tuvo Cantor de ponerse en pie en clase, subirse encima del pupitre y cantar su verdad al inflexible maestro, fue escribir un trabajo demoledor, por su demoledora belleza y porque dinamitaba algunos de los sacrosantos pilares de la ciencia oficial de su tiempo: Fundamentos para una teoría general de conjuntos. Una investigación matemático-filosófica sobre la teoría del infinito (1883), texto conocido como Grundlagen por su título original en alemán.

En Grundlagen suelta así su carga de profundidad: Me he visto lógicamente obligado casi contra mi voluntad, por ir contra las tradiciones tenidas como válidas por mí en el curso de muchos años de esfuerzos y ensayos científicos, a considerar las magnitudes infinitas no sólo en la forma de ilimitadamente crecientes, y en la forma estrechamente ligada a ello de series infinitas convergentes, que se introdujo por primera vez en el siglo XVII, sino también a fijarlo mediante números en forma de infinito matemático perfecto, y por eso tampoco creo que a ello se puedan oponer razones válidas contra las que yo no pudiera combatir.

Cantor va literalmente más allá y demuestra que no hay un único infinito, sino múltiples infinitos, y hasta se atreve a medir la diferencia entre sus tamaños; por ejemplo, entre el cardinal del conjunto de los números enteros y el cardinal del conjunto de los puntos que forman la recta real, cuya comparación le llevará a establecer su famosa Hipótesis del Continuo.

Para nombrar estos cardinales elige la primera letra del alfabeto hebreo, א, aleph, la misma que escogerá Jorge Luis Borges —fascinado por la teoría de los números transfinitos de Cantor, como le confesó a María Esther Vázquez en el curso de una entrevista en 1973 entre los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Argentina—, para bautizar una inquietante esfera en la que se resumía el universo entero y que uno de sus personajes encuentra en el sótano de una casa de la calle Garay, en Buenos Aires, dónde si no:

Dos observaciones quiero agregar: una, sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Este, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala, esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló?

La Mengenlehre es la teoría de conjuntos, a la que Georg Cantor hizo una contribución decisiva, tanto al ampliar el terreno de juego a los números transfinitos, como al desarrollar significativamente el estudio de la naturaleza misma de los conjuntos para poder avanzar en sus investigaciones sobre el infinito.

Acorralado por la ortodoxia universitaria de su tiempo, liderada por su antiguo profesor, el temible Leopoldo Kronecker, por ciertos filósofos y representantes de la religión oficial —llegó a escribir una carta pidiendo su intercesión al papa León XIII, autor de una reformadora encíclica sobre la conciliación entre investigación científica y fe—, arrumbado en las aulas de una universidad de segunda fila, Georg Cantor acabó —o tal vez empezó—, sufriendo un síndrome maníaco-depresivo, encerrado durante meses en su cuarto, a solas consigo mismo y sus conjeturas, y tratando, entre otros asuntos, de demostrar que Francis Bacon era en realidad el autor de las obras de Shakespeare.

De hecho, su indagación en estas arenas movedizas, en un punto donde las fronteras entre ciencia, filosofía y teología se cruzan una y otra vez, le generó no pocos problemas de conciencia, por lo que era habitual que tanto en sus trabajos como en su correspondencia invocase a Dios para subrayar que con su obra no pretendía en ningún momento ser blasfemo ni ofender a los creyentes, sino simplemente profundizar en el conocimiento de los objetos matemáticos. Por eso, como recuerda José Ferreirós, ya el 5 de noviembre de 1882 le escribe a uno de sus más fieles apoyos, el matemático Dedekind:

Precisamente desde nuestros últimos encuentros en Harzburg y Eisenach, Dios Todopoderoso me ha concedido alcanzar las aclaraciones más notables e inesperadas en la teoría de conjuntos y la teoría de números, o, más bien, que encontrara aquello que ha fermentado en mí durante años y que he estado buscando tanto tiempo.

Georg Cantor se apagó en la Nervenklinik de la Universidad de Halle el 6 de enero de 1918, mientras Europa jugaba una vez más a la autodestrucción en esa Gran Guerra que anticipaba ya una Segunda Guerra Mundial y quién sabe qué otras hecatombes.

Pero antes de desvanecerse, Cantor nos había regalado su teoría de conjuntos, había forjado los números transfinitos y había prometido, muy al estilo de Fermat, una demostración de su Hipótesis del Continuo que ya jamás escribió. Difícilmente podría haberlo hecho porque, aunque Kurt Gödel, otro gigante incomprendido, dedujo en 1939 que la Hipótesis del Continuo era compatible con el sistema de axiomas que se utiliza habitualmente en matemáticas, Paul Cohen probó en 1963 que la hipótesis de Cantor es en realidad independiente de ese sistema de axiomas, llamado de Zermelo-Fraenkel. Pero hasta entonces —como sucedió con ese último teorema que Fermat no demostró porque dijo que no tenía espacio para detallar la prueba en los márgenes de la Aritmética de Diofanto que estaba anotando— todos los matemáticos soñaron con probar la Hipótesis del Continuo.

Porque, pase lo que pase, como dijo en 1925 nada menos que David Hilbert: Nadie nos expulsará del paraíso que Cantor ha creado para nosotros.

Artículo de Jot Down.

https://www.jotdown.es/2015/03/hasta-el-infinito-y-mas-alla/

8 comentarios sobre “Cuesta abajo y sin frenos…

  1. B R I L L A N T E !!!!!!
    No encuentro la palabra para calificar el post.
    Es más, es probable que esa palabra no se haya inventado todavía.
    Habrá que haLLarLa en el Infinito IntemporaL.
    Caramba Laura. Desprendes Luz en la tiniebla.
    Me postro a tu saber.
    Sinceramente ENHORABUENA

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